A su llegada a Roma, un comité de senadores designados por el Concillium Plebis les esperaba en el puerto para acompañar a Tito Labieno a su lugar de residencia. Durante el camino le informaron sobre los detalles del nombramiento que tendría lugar al día siguiente durante la sesión del senado. Una vez acomodados, los dos amigos no prolongaron mucho su charla y se fueron pronto a descansar del largo viaje y para el día que se avecinaba.
A la mañana siguiente, Tito se presentó ante los senadores romanos. Estaba situado en el centro de una sala semicircular bastante amplia. Sentados en el graderío situado alrededor se encontraban los senadores, vestidos con sus túnicas blancas cruzadas por una franja púpura, correspondiente a su categoría de patricios. Estos comenzaron a enumerar y ensalzar sus logros en su campaña en el mediterráneo oriental y explicar los motivos por el cual el pueblo de roma lo nombraba con el cargo sacrosanto de Tribuno de la Plebe, otorgándole un poder equiparable al de los cónsules y al mismo tiempo la responsabilidad de velar por el bienestar de la plebe romana.
Al finalizar la ceremonia varios senadores se acercaron a Labieno para ofrecerle sus buenos deseos con respecto a su nueva ocupación y entre ellos estaba Pompeyo Magno. Contando cuarenta años, el aspecto de Pompeyo mantenía la fuerza propia de la juventud. Coronado por una fina capa de cabello negro, su rostro fuerte y cuadrado y perfectamente rasurado se mostraba resistente al paso de los años, por lo que resultaba extraño pensar en el papel político actual que desempeñaba, pero tras su mirada se podía entrever parte de la gran sabiduría que el tiempo le había inculcado.
- Enhorabuena por tu ascenso, noble Tito. Estoy seguro que estarás a la altura de tan digno cargo.
- Os doy las gracias gran Pompeyo por tan amables palabras, aunque todavía no creo ser merecedor de ellas.