Pompeyo no era un genio, pero era un general competente y cualificado, un hombre testarudo pero no terco. Su experiencia militar era más amplia que la de César, ya que había combatido en la I Guerra Civil al lado de Sila, en Oriente, en España y había comandado la campaña para limpiar la piratería del Mediterráneo. Su hoja de servicios era impresionante y su fama se extendía por todo el Mare Nostrum. Tras servir fielmente a Sila, formó el Triunvirato con César y Craso apoyando a los Populares para cambiar de nuevo de bando aliándose con el sector más reaccionario del Senado que pretendía destruir a César. Cuando César respondió a las ilegales agresiones de los optimates cruzando el Rubicón con una legión, Pompeyo no quiso enfrentarse a él y cruzó el Adriático para refugiarse en Grecia. Más adelante veremos por qué tomó esta decisión Pompeyo, una decisión que no fue un error, sino una opción más. El problema de Pompeyo es que no estaba solo, sino rodeado por una extraña corte. Su estado mayor, con la única excepción de Tito Labieno, estaba compuesto por gallinas cluecas senatoriales que creían que ganarían la batalla con sólo enseñarles a los proletarios de César sus impresionantes árboles genealógicos. Hombres como Catón, no aportaban nada salvo desequilibrio y encima miraban a Pompeyo por encima del hombro porque no pertenecía a su rancia casta, pero era lo mejor que tenían, o al menos eso pensaron. En lugar de dejarle trabajar en paz, los optimates, con una experiencia militar ridícula, le reprochaban haber abandonado Italia sin combatir y tras Dyrrachium le urgían a acabar de una vez con César. Presión que, como veremos, tuvo su efecto. César narra la más famosa de estas disputas en la que los patricios se enfrentan por ver quién será Pontífice Máximo tras la muerte de César: