Labieno optó por esperar a que su oponente se decidiese a atacar, cosa que tendría que hacer más pronto que tarde, ya que no iba especialmente largo de provisiones. El 17 de marzo César ordenó el avance. Sus legionarios cruzaron el arroyo y permanecieron al pie de la colina, aguardando la previsible acometida de los pompeyanos. La caballería, entre tanto, se adelantó y se enzarzó con la caballería enemiga. Todo era cuestión de tiempo. La posición de César era insostenible. O rompía la línea o los pompeyanos, mucho más numerosos y mejor situados, terminarían por arrollar al cuerpo central. Si César no lo impedía, podía ir despidiéndose de la batalla, de la guerra, de su carrera política y quizá hasta de la vida.
Pero entonces el genio del vencedor de las Galias volvió a brillar. El as que se tenía guardado en la armadura era la Legión X Equestris, la mejor y más disciplinada, que partió en dos el ala izquierda de Labieno, abriendo un boquete por el que se empezaron a colar soldados enemigos. En lugar de tapar la herida con las legiones adyacentes, Labieno ordenó a la legión que tenía en el extremo derecho abandonar su posición y acudir a cubrir el hueco abierto en el izquierdo. Aquello fue su perdición. Los jinetes de César aprovecharon la inexplicable maniobra de su adversario y penetraron por ahí, poniendo en jaque a los auxiliares y a la caballería pompeyana, que, copada y en inferioridad, salió en desbandada. Después de muerto, Pompeyo había vuelto a perder contra César.